Vertederos de ropa en el desierto: una huella socioambiental que se expande con cada prenda

En medio del silencio del desierto, a más de 1,800 kilómetros de Santiago -la capital de Chile- se oculta una realidad que nadie ha querido mirar con detención, ni menos hacerse cargo de ella. Camuflada entre los paisajes secos y luminosos yacen alrededor de 45 cementerios de ropa, que según la Secretaría Regional Ministerial de Medio Ambiente de Tarapacá son parte de los 129 vertederos ilegales que se encuentran en la zona.
Si bien en 2012 comenzaron a percibirse las primeras evidencias de este desastre, tuvieron que pasar más de 10 años para que tanto el mundo como el país pudieran conocer qué estaba sucediendo en la soledad de la pampa nortina. La sobreproducción de la llamada moda rápida o fast fashion (secundada por la ultra rápida) ampliaba el radio de sus impactos, avalados por el sobreconsumo, transformando diversos lugares del mundo en zonas de sacrificio (Niessen, 2020), es decir, en un lugar que ante la promesa falsa de desarrollo económico ha comprometido no sólo el ecosistema y la atmósfera, sino también la salud y bienestar de sus habitantes. ¿El primero? Ghana en África, sindicado como el vertedero de ropa usada de los países ricos. Lamentablemente, esta es una realidad que crece exponencialmente a lo largo y ancho del globo, afectando a cada vez más seres humanos, cuerpos de agua, cielos, desiertos, tierras y formas de vida.
El daño invisible: caso chileno
Esa lejana realidad que parecía impensable en santuarios de la naturaleza comenzó a teñir de textiles a uno altamente valorado: el desierto de Atacama, el más seco del mundo. En noviembre de 2021, la Deutsche Welle (DW) destapó el secreto a voces que azotaba en silencio a una de las comunas más vulnerables del país, Alto Hospicio.
Esta urbe que nació informalmente en junio de 1987, en los últimos años de la dictadura de Augusto Pinochet, albergó en sus inicios a más de 100 familias que fueron trasladadas desde una toma de terrenos de la ciudad de Iquique hasta el desierto, a 600 metros sobre el nivel del mar. Este asentamiento humano, que por años fue considerado el patio trasero de la pujante ciudad puerto, fue adquiriendo su propia identidad y se convirtió oficialmente en comuna el 12 de abril de 2004. Hoy Alto Hospicio cuenta con alrededor 120,000 habitantes.
Si bien el arduo trabajo de sus fundadores buscó revertir los estigmas asociados a su génesis, la crisis migratoria, el surgimiento de campamentos y los vertederos ilegales de ropa, están alterando su presente y amenazan con convertirla en una "olla a presión" a punto de estallar. Pero ¿cómo llegó la moda a ser parte de los múltiples problemas que azotan a la comuna? La respuesta la encontramos en su vecina Iquique, cuya Zona Franca (Zofri) es la receptora de 2 millones de prendas usadas que cada semana llegan provenientes principalmente de Estados Unidos, Canadá y Europa para ser vendidas en el mercado local o contrabandeadas a Bolivia, país que tiene prohibida su importación.
De acuerdo a Patricio Ferreira, alcalde de Alto Hospicio, del total de esas piezas sólo el 15% se vende y el resto termina como basura dando vida a montañas artificiales que albergan 39,000 toneladas de ropa aproximadamente. No obstante ese diagnóstico, ninguna autoridad tiene certeza absoluta de esas cifras, ya que no existe un seguimiento histórico a esta problemática, ni se han hecho estudios que hayan medido con exactitud los impactos. Nada muy lejano a lo que ocurre en la industria de la moda a nivel global, donde la falta de datos no permite un consenso respecto a sus huellas ambientales y sociales.
Lo grave en el caso de Chile es que a un año de este "destape", la situación ha sido tapada literalmente con tierra ante una población aledaña que no sólo se enfrenta con las múltiples externalidades de vivir con ropa usada desechada en el patio de sus casas, sino con otras consecuencias aún insospechadas. Lo anterior, porque nadie tiene claro cómo repercutirá en la salud presente y futura de sus habitantes las micropartículas de plástico que emanan de esta ropa hecha en su mayoría de poliéster; así también el humo de los incendios que, al menos una vez al año, buscan eliminar el problema a la fuerza. Muchos de éstos no logran apagarse del todo y terminan manteniendo su combustión bajo tierra a la espera de que el viento los vuelva a avivar. Esas humaredas subterráneas y silenciosas, se mezclan con los químicos utilizados para desinfectar la ropa, contaminando el cielo y el aire que respiramos, así como el suelo y las aguas subterráneas.
Ese daño invisible, junto con la destrucción del ecosistema asociada a la irrupción de estos invasores textiles que despojan a la flora y fauna local de su hábitat, motivó a una abogada iquiqueña a interponer una demanda por daño ambiental en contra del Fisco y la Municipalidad de Alto Hospicio en abril de 2022 aduciendo que "han existido conductas negligentes sistemáticas, así también un riesgo a la vida y salud de las personas por pasivos ambientales en la comuna".
Este bullado panorama inevitablemente nos recuerda cómo el modelo de negocio de la ropa desechable se ha cimentado no sólo en la explotación indiscriminada de los recursos naturales, sino también en las personas que son parte de su cadena de valor, al igual que en las poblaciones aledañas de sus centros de producción.
Esto se traduce en trabajo esclavo e infantil, exposición a pesticidas y químicos, salarios que apenas permiten la sobrevivencia, largas jornadas de extenuante trabajo, acoso sexual y psicológico -sólo por nombras las prácticas más repetidas en informes de organismos como Human Rights Watch, Campaña Ropa Limpia, Naciones Unidas, entre otros. A lo anterior, se suman los diversos impactos ambientales que suceden tanto en el pre como el post consumo, y que dan pie a las emisiones de gases de efecto invernadero y a la huella de carbono que carga consigo la moda rápida, misma que se inicia con la extracción de materias primas y termina en vertederos como el de Alto Hospicio.
Cada segundo que pasa, un camión de basura lleno de prendas es incinerado o enviado a un relleno sanitario.
La huella diluida: caso global
Ahora bien, si dejamos por un momento de lado la orientación social de este fenómeno y esta problemática, y volteamos un poco la mirada al componente ambiental detrás de la industria, veremos que la necesidad de acción es también urgente. El impacto ambiental de la moda se puede percibir en tres principales áreas: contaminación de cuerpos de agua, explotación de recursos hídricos y generación de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), y es en éste último dónde nos enfocamos en este artículo pues cabe resaltar que esta industria es responsable del 10% de las emisiones totales globales (McFall-Johnsen, 2020).
Cada día se siente como si a la vuelta de la esquina hubieran nuevas tendencias, nuevas modas, nuevas colecciones, nuevas necesidades; pero no sólo lo parece, sino que es la realidad que vivimos. El Foro Económico Mundial reporta que en el año 2000 las compañías de moda europeas solían sacar en promedio 2 colecciones de ropa al año pero, para el 2011, ese número se había elevado a cinco colecciones anuales, más de la cantidad de estaciones que existen en nuestro planeta para el mismo periodo de tiempo. Y si esto ya suena a una cantidad alta -y quizá un poco absurda dadas las temporalidades que compartimos-, dos de las compañías más representativas de la moda rápida lanzan entre 12 y 24 colecciones anuales (McFall-Johnsen, 2020). La rapidez de la industria naturalmente ha derivado en que desde el 2000, la venta de prendas ha aumentado de 100 mil millones de unidades al año, a 200 mil millones; de la misma forma, la cantidad promedio de tiempo de uso de éstas ha disminuido en un 36% (Lai, 2021).
No es lo mismo cierta cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero distribuidas en 5 años, que esas mismas durante 3 meses.
Según una ficha sectorial sobre el mercado de la moda en Chile realizada por la Oficina Económica y Comercial de la Embajada de España en Santiago, desde el 2016 los residentes de este país han aumentado en promedio un 80% su consumo de ropa, de 13 prendas anuales a 50. Esto ha convertido a Chile en el país de Sudamérica con mayor consumo de ropa per cápita (Iglesias Pérez, 2021). Por lo mismo, el caso de Chile refleja el crecimiento del sector a nivel global, cuya desmedida aceleración ha generado que anualmente se produzcan 92 millones de toneladas de desecho textil, cifra que se prevé aumente a 134 millones de toneladas para el 2030 (Lai, 2021). Se reporta que cada segundo que pasa, un camión de basura lleno de prendas es incinerado o enviado a un relleno sanitario (Reichart, 2019). ¿Cómo dar escala a este hecho? A lo largo de lo que dura este texto, más de 100 mil kilogramos de ropa habrán sido quemados o abandonados.
¿Cómo podemos entender estos datos en términos de degradación ambiental? ¿Qué implican 92 millones de toneladas, o 134 millones de desecho textil? Sin adentrarnos en el uso desmedido de recursos naturales que lo anterior supone, previamente hemos abordado el tema de emisiones indirectas de Alcance 3, que son aquellas emisiones que provienen de actividades dentro de la cadena de valor de una organización.
La huella de carbono se refiere a la suma de emisiones de GEI que fueron partícipes de la creación o manufactura, procesamiento, distribución, e incluso, desecho de un producto o servicio, es decir, todas las emisiones resultantes de las actividades de la cadena de valor. Esto significa que, en el caso de la ropa, cada prenda tiene su propia huella de carbono. Algunas fueron hechas con algodón bajo un esquema de manufactura poco intensivo y poco mecanizado, utilizadas 50 veces por el comprador final y desechadas hasta que la tela estuviera ya rota y degradada; otras fueron hechas con telas sintéticas, en una maquila convencional, utilizadas 3 veces y desechadas prácticamente intactas. Lo anterior conlleva una huella diferenciada. Ahora bien, si el proceso de creación de la tela de algodón o la sintética puede ser similar en términos de recursos utilizados, las emisiones a lo largo de la cadena de valor de cada prenda difieren en el uso y degradación que les damos, así como en la contaminación que se genera de incinerar una tela sintética en contraposición a incinerar una natural, o la misma contaminación producto de enviar una tela natural a un relleno sanitario, en contraposición a una sintética, que genera menos emisiones de metano (McFall-Johnsen, 2020).
Pero entonces ¿qué tiene que ver la huella de carbono de la ropa con la moda rápida? Si bien ya establecimos que cada prenda cuenta con su huella de carbono propia, no hemos abordado a profundidad la noción de que dicha huella puede tener una especie de "distribución" a lo largo del tiempo. Si se tienen dos pares de pantalones, unos de calidad tal que se permite su uso por años, incluso décadas, y unos cuya manufactura no permite su conservación por más de un par de años, ambos contarán con emisiones de GEI por su manufactura y distribución, sin embargo, la diferencia radica en que los pantalones de mayor duración permiten que su desecho y sustitución sea más separada en el tiempo desde su compra que los pantalones de menor calidad. No es lo mismo cierta cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero distribuidas en 5 años, que esas mismas durante 3 meses.
Enfocándonos en las emisiones downstream de Alcance 3 (Diagrama 1) una de las categorías de este alcance es la disposición de residuos, tanto de los generados en las operaciones, como de los productos vendidos al final de su vida útil. Esta última subcategoría sugiere la generación de emisiones de GEI asociadas al desecho de los productos, es decir, ese momento en el que dejas de utilizar una camisa cuya tela aún es perfectamente funcional y la tiras a la basura.
Diagrama 1. Simplificación de cómo se traduce la cadena de valor de la manufactura de una prenda de algodón a sus emisiones de Alcance 1, 2 y 3. Busca visibilizar el ciclo de vida de la prenda desde otra perspectiva aparte de la del uso de ésta, pues a partir de esta información es posible notar cuán intensivo en recursos, energía y procesos es dicho ciclo.
El manejo del destino final de residuos puede realizarse de diversas formas. Tal vez se integra en el proceso productivo el envío de los residuos a centros de acopio de reciclaje o reutilización, permitiendo que éstos "alarguen" su ciclo de vida de cierta manera -en un caso ideal, las empresas realizan campañas de recolección de los productos después de que han sido utilizados, permitiendo su reciclaje o circularidad. En otras estrategias, los residuos son enviados a relleno sanitario -donde la materia orgánica presente se irá degradando poco a poco en metano (CH4)- o bien, son incinerados, causando que los residuos de origen fósil -como plásticos, algunos textiles, hule, solventes líquidos y aceites- emitan dióxido de carbono (Panel Intergubernamental del Cambio Climático, 2019). Aquí debemos resaltar algo verdaderamente importante: cuando se habla de gestión de residuos, no sólo debemos enfocarnos en la estrategia que se escoge, sino entender de qué están compuestos dichos residuos; no es lo mismo hablar de incinerar una camisa de poliéster, un plástico compuesto de carbono fósil, que incinerar una camisa de lino.
La composición de los textiles importa; que la prenda sea de fibras naturales contra sintéticas, importa. No sólo porque la ejecución de las segundas implica el uso de químicos, generación de microplásticos, y otros impactos ambientales; sino porque estos materiales son, esencialmente, derivados del plástico, o sea del petróleo. Las fibras naturales en cambio contienen un alto contenido de materia orgánica. El Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) recomienda en sus guías para la ejecución de inventarios de GEI a nivel nacional que se asuma que alrededor del 40% de los textiles son sintéticos (IPCC, 2019).
Actualmente, la industria de la moda es responsable de un quinto de las 300 millones de toneladas de plástico producidas anualmente. ¿Dónde? En el uso de fibras sintéticas -que son más baratas y permiten la fabricación en masa- como lo son el poliéster, spandex o el rayón. El poliéster, que es un plástico derivado del petróleo, está derrocando al algodón como la base de la producción textil (Dottle, 2022).
Si no se puede asegurar un manejo de residuos que priorice primero que nada la reutilización, seguido del reciclado, y por último que contemple las características físicas de los residuos -como la cantidad de materia orgánica y de carbono fósil que tienen- no podemos hablar de una gestión responsable de éstos. El ciclo tan corto entre tendencias y colecciones tiene por consecuencia la acumulación de prendas o accesorios que no son vendidos. Una empresa de gran renombre dentro del fast fashion reportó en el primer trimestre del 2018 contar con una cantidad de bienes sin vender por un valor de $4,300 millones de dólares. Esta misma empresa ha sido expuesta en dos ocasiones, una por la incineración de 19 toneladas de prendas descartadas en Suecia (equivalente a 50,000 pares de jeans), y otra por incinerar 100,000 prendas en Alemania. Las razones por esto pueden ir desde el miedo a "desprestigiar" la marca al donar las prendas o ponerlas en descuento, hasta problemas en la manufactura de las piezas (Siegle, 2018).
Más allá de un desierto, hay un planeta
La normalización de la manufactura desmedida deriva en un consumo excesivo que contamina cielos abiertos, plastifica los mantos acuíferos, seca los pozos, inunda desiertos, enferma a la gente e insensibiliza al impacto. La falta de trazabilidad del destino final al que se somete la industria textil permite que no haya rendición de cuentas para o por las autoridades, cuyo deber sería prevenir la existencia de zonas de sacrificio, mientras las comunidades aledañas se ven afectadas inmensurablemente, permitiendo que esta industria siga su rumbo cuesta arriba pero, claro, a costa de todo.
En ese sentido, como ciudadanía nos corresponde analizar cómo nos estamos relacionando con el vestir y cuánto de estos impactos estamos avalando a través de la compra impulsiva de prendas que no sólo han dejado una estela de contaminación y explotación humana en su proceso productivo, sino también están atentando incluso con nuestra vida.
Chile es definitivamente uno de los casos más sonados del mundo sobre esta problemática, sin embargo, esta huella que deja a su paso la industria textil, específicamente la del fast fashion, es una que se expende sigilosamente -sostenida por la creación de necesidades y la idealización infinita de los recursos naturales. Frente a esa evidencia y la crisis climática que estamos viviendo, resulta imperativo hacernos preguntas sobre quién hizo nuestra ropa, cómo, con qué materiales, en qué condiciones, bajo qué contextos; así también, comprender que el vestir hace rato dejó de ser un acto inocente y que al privilegiar las malas prácticas de la moda rápida y ultrarrápida, nos hacemos cómplices de su huella ambiental y social, además de darles nuestro voto de confianza transformando el cementerio de ropa del desierto de Alto Hospicio en el paisaje que, algún día, puede llenar el cielo de tu casa de humaredas e inundar nuestros ecosistemas de plástico.
Sobre las autoras:
Sofía (@sofcalvo) es colaboradora del blog Toroto. Es periodista, MBA en Dirección de Empresas y creadora del sitio Quinta Trends, especializado en moda latina con foco en la sostenibilidad. Ama viajar, leer y su refugio de vida es la escritura.
María es Coordinadora de Desarrollo de Negocios en Toroto. Es ingeniera física de la IBERO. Le fascina la arqueología, México, las artes y reírse. Cree que juntos lo podemos todo.
Referencias
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