El café de la mañana

El gusto por el café es adquirido. Pocos de nosotros podríamos decir que desde la primera vez que lo probamos supimos que sería la bebida que acompañaría todas nuestras mañanas. Es adquirido porque como tantas cosas en la sociabilidad humana, depende de nuestra cultura. Y nuestra cultura e historia, es cafetalera. Esto se resume en dos palabras: patrimonio biocultural.
El patrimonio biocultural es un sistema de reciprocidad y equilibrio entre el humano y la naturaleza, que incluye todas aquellas prácticas y conocimientos generados en conjunto, desde aspectos genéticos y fenotípicos, hasta paisajísticos y ecosistémicos del ambiente (Lindholm y Ekbiom, 2019). Buena parte de estas prácticas y conocimientos se originan del dinamismo que caracteriza a los recursos biológicos y culturales, al tener la capacidad de interactuar el uno con el otro, dando como resultado, por ejemplo, la domesticación de ciertos cultivos. Un proceso importante que permite esta confrontación de interacciones y sincretismos es la migración; varias dinámicas de nuestra cotidianidad existen porque hubo antes un proceso migratorio que las respalda. Un caso ejemplar es la domesticación del café en América, la cafeticultura en México y esa taza que degustamos y de la que orgullosamente presumimos cuando tiene la característica etiqueta: "hecho en México".
Existe un frase famosa de Dobzhansky -biólogo evolutivo cuyo trabajo permitió el surgimiento del neodarwinismo- que dice "Nada en la biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución"; si bien no estamos hoy acá para analizar la veracidad de la frase, quisiera transmutarla al marco de este texto: mucho de lo que hoy conocemos como patrimonio biocultural tiene sentido a la luz de la migración. La cultura, como los recursos biológicos, son todo menos quietud; son altamente dinámicos y se encuentran siempre en constante transformación, migración y evolución (ciertamente una idea que yo creo Dobzhansky aprobaría). Es como si el patrimonio biocultural, fuera una historia que se reescribe a sí misma constantemente. Esta historia comenzó hace apenas 300 años en México, y por lo pronto, no le veo un final.
Pareciera una paradoja hablar de patrimonio biocultural mexicano y café al mismo tiempo: el café no es un fruto originario de México, éste no existía ni se consumía en Mesoamérica, migró desde el otro lado del mundo, llegó apenas hace menos de tres siglos y aún así, es parte inseparable de nuestra cotidianidad y nuestra identidad como mexicanos.
El cómo llegó el café a México continúa siendo un tema de estudio, sin embargo, se sabe que migrantes franceses procedentes de Martinica presentaron este grano -que prontamente se volvería el oro mexicano- en puertos veracruzanos a mediados del siglo XVIII; para finales del siglo XIX, México ya era un exportador reconocido de café. La historia de la cafeticultura mexicana es todo un subibaja de emociones y precios. A principios de su llegada al continente, México rápidamente se sitúo junto con Brasil y Colombia como productor de calidad (Pérez Akaki, 2013). Después llegó la primera bajada económica -aunque de mucho beneficio social- con la Revolución Mexicana y el reparto agrario. Si bien implicó una caída de la inversión extranjera, gracias a ésta se dotaron y devolvieron las tierras a quienes las trabajaban, y posterior a 1920, se gestó un periodo de regulación internacional que permitía la estabilidad del precio del café en el mercado, cosa que generó una aceptación aún más creciente de este grano por el campesinado productor (Renard, 2010).
Para mediados del siglo XX, México ya era un país propiamente caficultor de presencia internacional. El 40% de la superficie del estado de Veracruz se encontraba sembrada de café, situación similar sucedía en Oaxaca y Chiapas, con el 32% y 26% respectivamente (Ibidem). Estos tres estados representaron más del 80% de la producción nacional para 1950. Sin embargo, a finales de los noventas, específicamente en 1989 en el primer año de mandato de Carlos Salinas de Gortari, el continente americano cambió y el libre mercado se volvió el nuevo orden comercial que falsamente hizo creer que ahora sí el campesinado (quién en su mayoría cultiva el café en el caso de México) sería abundante y recibiría lo justo por su trabajo.
Como resulta obvio pensar, los precios del café cayeron, sumiendo a los cafeticultores en una crisis perenne hasta el día de hoy. Al no percibir un ingreso legítimo, tres situaciones han caracterizado a la cafeticultura en México después del libre mercado: 1) la migración del campesinado que al no poder subsistir del café decide abandonar la práctica que alguna vez le permitió una vida justa, 2) la subsecuente crisis ambiental producto del desplazamiento de los saberes agrícolas tradicionales y la apertura a los monocultivos y 3) los esfuerzos de reivindicación y reapropiación cafetalera, enfocados en otras formas productivas y otros mercados más justos. De estos últimos dos puntos profundizaremos más adelante. Con respecto a la situación primera, a veces he llegado a creer que esa migración que hace siglos nos trajo bonanza en la forma del café, hoy se transforma en despojo, objetivo final de dichas políticas de desregulación del sector cafetalero, mal llamadas políticas de liberalización económica: es doloroso saber que México, siendo el primer país productor de café orgánico a nivel mundial, exporta el 80% y en su lugar, consume más café soluble que el resto de los países del planeta (AMECAFE, 2017). He aquí la consecuencia de una economía que no vela por quienes la sostienen.
Al café le gusta la sombra, sí, y también la altura; la humedad es importante, le gustan las vertientes montañosas como la del Golfo y del Pacífico, pero quizá la característica que más aprecia, es la biodiversidad con la que crece: la que le da nutrientes al suelo, sombra contra el sol, heterogeneidad al paisaje, controla los herbívoros y le otorga características organolépticas como toques cítricos o chocolatosos. Para el café, esto no siempre fue así porque su lugar de origen -el oriente africano, muy posiblemente Etiopía- no presenta estas cualidades de las que México goza; el café vivió un intenso proceso de adaptación a los sistemas agroforestales locales, fruto de la historia agraria y cultural mexicana.
Desde que llegó este pequeño grano exótico, su aceptación y adopción ha sido enorme, por lo que se cultiva en muchas regiones del país y bajo muy diversos sistemas. De los cuatro sistemas que mencionaré, dos de estos últimos atentan completamente contra su existencia y contra la de su gente -los cafeticultores- y representan la problemática principal del café en México y en Latinoamérica.
La forma más tradicional de su cultivo se da en sistemas de montaña: implica la mínima afectación del ecosistema, ya que los cafetos se plantan en zonas específicas donde se deshierba el sustrato más bajo del monte (sotobosque) y nada más. Por su técnica, mantiene la composición original de la vegetación, y por lo mismo, es la forma de cultivo menos extendida al suponer ecosistemas forestales nativos, cosa que en nuestro país es difícil de encontrar ya. Los rendimientos son bajos, no por la incapacidad del suelo de nutrir ni por la necesidad de agrotóxicos, sino que al ser una zona tan biodiversa, mantener el equilibrio entre cafetos y demás vegetación no permite una producción masiva, pero sí un alcance familiar. A este sistema, pero con una planeación más estructurada, se le conoce como policultivo tradicional, y es la segunda forma que existe en México de cultivar café con la diferencia de que ésta posee un manejo del agroecosistema y entonces, se intercalan los cafetos entre plátanos, mameyes, colorín, cacao, aguacates, guayabas, zapotes y naranjas (Moguel y Toledo, 1996); esto es muy importante a la hora de definir los aromas del café. Ambos sistemas promueven la conservación de los ecosistemas, la heterogeneidad paisajística, la captura de carbono, recurren a un manejo integral de plagas y cuidan de las prácticas agrícolas tradicionales asociadas a ellos. Ambos sistemas son también la razón por la que el café y su cultivo, son parte del patrimonio biocultural de México.
Dentro de los sistemas más convencionales, más dañinos, menos regenerativos y más extendidos, están el policultivo comercial y el monocultivo de café al sol. El policultivo comercial no es más que el desmonte de la vegetación nativa para generar un ecosistema artificial que provea a los cafetos de "diversidad". Diversidad que en su mayoría es introducida y exótica. Si bien este sistema genera una cubierta forestal que permite que el café crezca bajo sombra, casi nada de esta sombra es vegetación nativa. Ahora bien, el café al sol es un sistema ampliamente distribuido en latinoamérica y es el más agresivo y el que más vulnera la resiliencia del café mismo. El café al sol implica un monocultivo, altamente fertilizado y envenenado de agrotóxicos, donde ninguna especie arbórea dota de sombra, y mucho menos de los beneficios asociados a la biodiversidad. Brasil durante mucho tiempo fue el productor principal de café, y esto sucedió debido a que el café que sembraba era café que crecía bajo el sol (Rice, 1996). Más peligroso aún, estos dos sistemas de cultivo son altamente sensibles a plagas y son los responsables de que la roya -la pesadilla de todos los cafeticultores- no se pueda erradicar, ni mucho menos controlar en ciertas plantaciones.
El incorrecto manejo de las plantaciones de café transgrede la diversidad biológica del ecosistema y los servicios ambientales que éste ofrece, erosiona los suelos, imposibilita la filtración del agua, atenta contra los polinizadores y contra los animales que encuentran hogar en raíces y hojas, afecta la captura de carbono, pero sobre todo, al ser una planta de enorme importancia sociocultural, violenta la forma de vida de quienes de ella dependen (Perfecto et al., 2010).
Recurrentemente me pregunto si hay respuesta a la crisis cafetalera en México. Una parte de mí, ese lado oscuro y pesimista que observa el abandono del campo y la poca regulación del sector, dice que no. En el fondo yo sé que sí. Más que saberlo, existen pruebas contundentes para evidenciar que esta tradición, este patrimonio, se recupera y se protege.
Como ya vimos el café no es un cultivo común. Mucha historia, mucha cultura y mucho monte le respalda: el café es un socioecosistema en sí mismo, y para cuidar de él hay que empezar a entenderlo y manejarlo como tal. Es imposible alienar a los productores de la cadena productiva, o alienar al café mismo del entorno donde crece, o peor aún, alienar al caficultor del café. Por lo que la solución, como siempre, debe ser integral. Pongamos un ejemplo nuestro:
En Toroto trabajamos con fincas cafetaleras en Chiapas. Trabajamos para producir bonos de carbono que les permita a los dueños de las fincas mitigar las emisiones dentro de su propia cadena productiva (insetting), de tal forma que su café es carbono neutral. Más allá de los beneficios ambientales que la compensación de carbono trae consigo, al conservar y manejar correctamente las plantaciones de café para tener ecosistemas capaces de almacenar carbono en sus suelos y vegetación, se está sobre todo, protegiendo el patrimonio biocultural: protegiendo a quien cultiva y a quien cuida del café, a sus familias, sus formas de vida y a una tradición cafetalera de manejo y gestión de este recurso y su entorno. En este caso, hacer de tu cadena productiva carbono neutral resulta más que un valor agregado para la empresa, ya que se integran todos estos eslabones, desde el cultivo hasta la comercialización, con la finalidad de generar un bien común. El fortalecimiento de los productores, sus familias, sus procesos y sus productos construye a un sujeto social protagónico en el bienestar de su comunidad (Moguel y Toledo, 1996) lo que va de la mano de la construcción de un sistema agroalimentario justo, sostenible, culturalmente apropiado, competitivo y que permita al país volver a su posición de reservorio mundial de café de alta calidad.
Por otro lado, la capacidad de un área de capturar carbono va directamente de la mano de la biodiversidad y riqueza de la misma. Las fincas cafetaleras con las que Toroto trabaja son fincas comprometidas con la promoción de sistemas de producción sostenibles. De esta forma -y por lo que al ambiente respecta- conservar el entorno natural de la finca con fines de manejo de carbono, implica conservar la región en sí misma: Perfecto y Vandermeer, dos agroecólogos especialistas en cafetales latinoamericanos, resaltan la capacidad de este sistema agroforestal de generar por sí mismo un nuevo servicio ecosistémico, el de la autorregulación de plagas, que emana de la complejidad ecológica que naturalmente tiene este sistema. ¿Qué significa esto? Una plantación cafetalera de alta diversidad asociada, es capaz de autorregular a su mayor depredador, la roya, sin la necesidad de agrotóxicos. Simplemente, procurando que las poblaciones de insectos -generalmente las más afectadas por pesticidas y plaguicidas- se encuentren estables y prosperen. Esto es revolucionario y va en contra de cualquier política de alienación del caficultor con su cultivo. Este hallazgo habla de resiliencia, tanto ecológica como del sector.
La vida es una maraña de conexiones ecológicas. El patrimonio biocultural es una maraña de significaciones, tradiciones, migraciones, sincretismos, organismos, prácticas y diversidad. A veces los cultivos que nos dan identidad no son nuestros, pero los adoptamos como tal. Otras veces, esos mismos cultivos nos abren la puerta para reconocer que nuestra relación con la naturaleza siempre estuvo ahí, sólo se fracturó un poco en el camino, pero siempre latente. El café no es nuestro, pero escribe su historia paralela a la nuestra y es nuestro deber como bebedores de café exigir y elegir un trazo ecológicamente recíproco.
"Hace 40 años el consumidor quería tomar café; ahora quiere tomar un café con historia. Y ahora más, un café con historia, sostenible y que sea carbono neutral".
- José Javier Muñoz, administrador de la Finca Guadalupe Zajú
Referencias
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